Argentina está enfrentando la realidad que le plantea que, para establecer acuerdos y negociaciones con los del primer mundo, es condición sine qua non pertenecer a ese escenario donde se ubican muy pocos.
Todo indica que un país emergente es “una economía que, aunque aún no alcanza los estándares de un país desarrollado, está experimentando un crecimiento económico rápido y se está posicionando como un actor importante en la economía global. Los sinónimos o términos relacionados incluyen país en desarrollo, mercado emergente y país de ingresos bajos y medios”.
Esta definición aclara el lugar que, junto a innumerables Estados del mundo moderno, estamos ocupando.
Se alcanza a tener preeminencia en el marco de los iguales cuando los esquemas de la producción primaria son los que necesariamente está requiriendo el primer mundo, que crece, evoluciona, pero esos mismos factores le juegan contrariamente, porque aquello que produce no les alcanza.
Es en ese momento que salen al “mercado” a ofrecer las variables de los avances tecnológicos, una industrialización masiva que requiere de nuevos centros de venta, a cambio de completar la producción primaria que, en algunos casos, ha llegado a límites que no pueden superar.
En esos estadíos está la búsqueda de aumentar su potencial en otros ámbitos, siendo los más adaptables los que se encuentran en desarrollo, pero su crecimiento está supeditado a los avatares de economías que aún no alcanzan a ser trascendentes en el concierto mundial.
Argentina, bajo la titularidad presidencial del libertario Javier Milei, -que proyecta un escenario político de pleno liberalismo, con preponderancia del gran mercado, prevalencia de la actividad privada sobre el escenario que, hasta hoy, ejerce el Estado- basa su “cambio” en constituirse en un satélite de uno de los países más poderosos del mundo, los Estados Unidos de América, que está orientado por un liberal, empresario de gran poder, cabeza del sistema Republicano que se impuso al sector Demócrata y pretende reformular el poder norteamericano, Donald Trump.
Ese vuelco político transformador de una sociedad que venía siendo sostenida por gobiernos de centro-izquierda, al pasarlo a la extrema derecha, ya significó el producto de una generación rebelde que alienta variables donde se reniega de una clase política que lleva más de cien años gobernando a través de distintos exponentes y procura alcanzar el gran cambio, más allá de los esfuerzos y sacrificios que requiera, fue traumatizante.
Un esfuerzo de dos años -a cumplirse en diciembre-, durante los cuales se registraron variables violentadas por la aplicación de normativas sustentadas en la Desregulación y Transformación del Estado, más la apertura al mercado y el ejercicio del libre comercio, donde prevalece la competencia como ley básica de oferta y demanda; son lo nuevo, es el principio del cambio.
En reiteradas oportunidades, en los últimos meses, se ha insistido que: “lo peor ya pasó”, de alguna manera preanunciando que se inicia el proceso de la recuperación. Este síndrome no ocurrió, y más allá de los anuncios de que bajó la pobreza, los indicadores que dan a conocer analistas económicos-políticos, consultoras de diversa tendencia ideológica, señalan que la economía se está cayendo. Que cierran emprendimientos comerciales de varias décadas porque no pueden afrontar la libre competencia y la baja del consumo; todo generando desocupación masiva.
No obstante estas señales, el gobierno libertario sigue adelante con su propósito de regular, eliminar y responder a las exigencias de su socio mayoritario, los EEUU, y el ordenamiento económico del FMI.
Nada hace presumir que habrá un análisis interno que provoque recapacitar y dejar de pensar -por un momento- cómo generar fortaleza en los distintos poderes del Estado para imponer condicionamientos a la sociedad en su conjunto.
Argentina es un “Titanic” al que se procura salvar del hundimiento total. El más interesado por su programa geopolítico es el poderoso país del norte, que pretende que el cono sur de sudamérica abandone los condicionamientos que, con el tiempo, ha logrado el poder del gigante asiático.
Los intereses que Donald Trump mandó a defender, tomando como centro de sus operativas, Argentina, estaban en manos de Scott Bessent, hoy transitando un momento de profundas desinteligencias con el presidente republicano que amenaza con separarlo de determinadas funciones inherentes al Tesoro de ese país.
Con simultaneidad, el organismo de préstamo internacional, ajusta sus políticas y las demandas que exige al ministro Luis “Toto” Caputo, que ya no sabe de qué disfrazarse para mostrar un relato falso de la realidad económica nacional.
Todo marca un estancamiento económico y financiero que promueve desconfianza de los mercados y altera las posibilidades de lograr equilibrios en la macro y en la microeconomía.
Hay que dejar de lado los egos y apetencias personales. Los intentos de un liderazgo que -por ahora- es solo producto de los gestos que sorprenden, pero que nada asegura serán imitados por los poderosos del primer mundo.
Argentina está tropezando con la misma piedra que fue el fracaso de anteriores experiencias políticas. Hoy tiene una oportunidad renovada, pero está acotada por los quebrantos sociales.
Si no logran verse los signos de alerta, vuelve a ser una utopía pensar en tener futuro.



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