MARTES 08 de Julio de 2025
 
 
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¿Hay dos varas para medir el insulto?...

Estamos viviendo una etapa de transformación enfermiza, que nos está llevando a aceptar como válido que, una autoridad insulte, agreda verbalmente, te denoste; mientras que si eso mismo lo hace un integrante de la sociedad, es un delito. Son las dos medidas referenciadas.

“No hay malas palabras” es una expresión que popularizó el escritor argentino Roberto Fontanarrosa en su discurso en el III Congreso de la Lengua Española, celebrado en Rosario en 2004.
Fontanarrosa, conocido por su humor y su capacidad para observar el lenguaje con una mirada fresca y original, planteó que no existen palabras inherentemente malas, sino que su significado y uso dependen del marco y la intención de quien las pronuncia.
Él argumentó que “las ‘malas palabras’ son simplemente palabras que se utilizan en situaciones o contextos particulares, y que su categorización como malas es una convención social y cultural”.
En las sociedades angloparlantes, el clero de habla latina entendía que ciertas palabras no eran aptas para ser impresas en los registros eclesiásticos oficiales; sin embargo las usaban y las versiones mixtas de maldiciones en latín e inglés se incluían en algunos casos. Pero estaba generalizado y eran comportamientos comunes.
Esto significa que las “malas palabras” dependen de la situación en las que se pronuncian y que objetivo persiguen.
No recordamos qué en etapas políticas anteriores, y hablamos de varias décadas atrás, la primera magistratura del país fuera la imagen del puteador serial; que no tuviera reparos en amenazar diciendo “les vamos a romper el orto”, “son unos hijos de p...”, entre otras “lindezas” que suelen escucharse de su verborrágica iracundia.
Que se refiere a quienes opinan diferente en torno a las instrumentaciones de la economía llamándolos “degenerados fiscales”. Que denoste sin control a mujeres, niños, tal el caso del pequeño Ian Moche, autista, a quien agravia sin contemplaciones; en resumen, solo hemos hecho referencia a parte de los -para nosotros- exabruptos que el presidente Javier Milei utiliza en determinadas y muy puntuales oportunidades.
Aquello que perturba, llama la atención y genera incertidumbre es la interpretación que se realiza de estos desbordes verbales, según de dónde y de quiénes procedan.
Si es el presidente liberal, disruptivo, las justificaciones son de una rara inverosimilitud que debería preocuparnos. Un sector del periodismo que le responde -situación no criticable, más allá que pueda o no gustar- vive haciendo malabares con explicaciones que pretenden argumentar que si lo dice el presidente de la Nación está bien, pero si lo mismo surge de cualquier ciudadano, ciudadana, es ataque y constituyen agravios que debe resolver la justicia.
Todo muy raro, casi rayano en una insanía que llegó con la irrupción de un liberal -que se dice anarcocapitalista-, que considera enemigos a quienes piensan diferente y para quien la sociedad es un medio para el logro de sus objetivos.
En las últimas horas trascendieron las denuncias del abogado del presidente Milei, contra periodistas a quienes señala como injuriantes, entre ellos Julia Mengolini, Jorge Rial, Fabián Doman, Mauro Federico y Nicolás Lantos, todos acusados por delitos similares.
Este furibundo embate contra la prensa, que no le es adicta, establece una nueva forma del comportamiento social, del trato y la convivencia que debería primar desde arriba hacia abajo y de resultar un ejemplo, que hoy no existe o -lo que es peor- muestra que la agresión es válida, especialmente si proviene del presidente, y judiciable, si la ciudadanía contesta.
Un marco tiránico del uso de la expresión. Sin lugar a dudas provoca asombro; en algunos sonrisas de complicidad cuando las pronuncia y, fundamentalmente, si las dirige a determinados personajes de la política nacional, las celebran.
Según estudios psicológicos del comportamiento humano: “Una persona con comportamiento agresivo que insulta puede ser encuadrada dentro de diversas clasificaciones psicológicas, dependiendo de la frecuencia, intensidad y contexto de sus acciones. Podría tratarse de un rasgo de personalidad exacerbado, un trastorno de la conducta, o una manifestación de estrés o frustración en un momento dado. Es importante analizar el patrón de comportamiento, la presencia de otros signos asociados y la historia individual de la persona para una evaluación más precisa”.
Según el Instituto Superior de Estudios Psicológicos (ISEP), “algunas de las conductas comunes en personas agresivas incluyen la falta de empatía, romper las reglas sociales y de conducta esperadas, la baja tolerancia a la frustración y la imposibilidad para sentir culpa”.
No hay dos varas ni dos conductas. La Justicia tiene la oportunidad de demostrarlo, respondiendo a la balanza de la equidad e imponiendo la igualdad que abarca a todos.

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