Esta es una pregunta que se está realizando una gran parte del mundo ante las intervenciones que el presidente norteamericano ha realizado en gran parte del orbe.
Cuando asumió como presidente republicano en reemplazo del “dubitativo y endeble, políticamente hablando, demócrata Joe Biden, no se privó de expresar gran parte de su proyecto, para algunos mesiánico, para otros nada diferente a lo construido como poderoso empresario.
“Debemos regresar a ser uno de los países más poderosos del mundo”, había dicho, refiriéndose a la necesidad de evitar que el “gigante asiático” China siga extendiendo sus redes comerciales, políticas y económicas a sectores estratégicos de un universo que, de acuerdo a sus potencialidades, buscaba crecimiento y desarrollo.
De una manera abrupta y sin mayores consideraciones, Donald Trump comenzó a barrer con todo aquello que él y su equipo consideran nocivo para el crecimiento estadounidense.
La primera faceta fue ponerle freno a la inmigración descontrolada que irrumpía por fronteras muy abiertas y se había constituido en mano de obra barata, lo cual provocó desocupación de los naturales del país, quienes comenzaron a negarse a realizar determinadas tareas porque estaban asignadas a los migrantes.
Una realidad comenzó a golpear internamente a la organización social norteamericana y el republicano decidió ponerle fin. Cerró fronteras, exigió a los que estaban no ser ilegales, indocumentados y para ello, puso fecha a quienes ya tramitaban la documentación correspondiente, considerando a los restantes deportables a sus lugares de origen.
Fue así que partieron millones de mexicanos, indios, ucranianos, y de otros puntos del mundo, que habían elegido EE.UU. para lograr desarrollarse ante las limitaciones que tenían en sus países de origen. Entre ellos, también hubo muchos argentinos que debieron abandonar los Estados americanos en los cuales habían echado raíces desde hacía muchas décadas.
Pero esa actitud no se limitó exclusivamente a las corrientes migratorias, la mirada está echada en lo comercial-económico. Numerosas empresas locales habían buscado otros países donde los sistemas impositivos les fueran favorables para asentar sus fábricas y desde allí ingresar en el mercado americano. Para ellos aplicó los aranceles y la obligación de volver a su país de origen y desde allí exportar al mundo. Muchos ya lo hicieron y otros están en esos acuerdos.
Las barreras arancelarias pusieron freno a todos los países que nutrían con sus producciones primarias, o por caso China, que había ingresado comercialmente en el mundo a través de la producción tecnológica convirtiéndose, debido a varios factores, fundamentalmente por el costo de producción, en materia sin posibilidad de competir localmente.
Le puso fin y comenzó la tarea de negociar. Era ceder “a cambio de...” y eso le iba abriendo nuevas oportunidades para comenzar a recuperar fortaleza financiera.
Pero la tarea que alimenta el ego “trumpista” está mirando mucho más lejos que pelear contra la migración o disputarle a China poder comercial. Por la actividad desplegada se orienta claramente a convertirse en el eje del mundo moderno.
Con una visión sorprendente y siendo poseedor de una acción arrolladora que pone delante de cada negociación el poder que detenta, se erigió en un “pacifista” -no gratis por supuesto- y buscó terminar con el litigio armado Rusia-Ucrania. Puso el pie en Gaza y dio por concluido el episodio bélico que costará tantas vidas a palestinos e israelíes.
Se presta a ser mediador en todos los litigios que se están generando en un mundo convulsionado, donde los avances de la tecnología, la irrupción de la IA, los mejoramientos productivos y las certeras posibilidades que ofrecen los países emergentes, graneros de sustentación de un territorio que crece y que ha comenzado a sentir el faltante de materia prima que le permitirá un mayor desarrollo. Terrenos aptos para el lograr sus objetivos.
Nada de esto es el espíritu generoso de Donald Trump, ni producto de la habilidad de Scott Bessent o Marco Antonio Rubio. Es resultado de una planificación que apunta a convertirlo en un “estadista” con abundante mezcla de dictador, al que no se puede contradecir en sus proyectos. Venezuela es el más claro ejemplo: Maduro por petróleo. La caída de un dictadorzuelo sin proyección alguna que busca salvarse, pero para ello debe entregar las “joyas de la abuela” a quien le facilite exiliarse en otro país.
Vale la pena analizar con prudencia y sensatez a un Donald Trump, poderoso y con “amigos ocasionales” según se presten a sus necesidades o le brinden, en caso de Argentina, un móvil estratégico que lo ubique como centro de operaciones de esta parte del cono sur, a efecto de saber a ciencia cierta hacia dónde nos encaminamos como país emergente.
Ya apareció el “gigante brasilero”, competencia ineludible para Argentina en el plano de la economía regional que está en camino de lograr desplazar al “amigo” incondicional de Trump, Javier Milei, por conveniencia.
Es un estadista con gran experiencia y sabiduría en los asuntos del Estado, capaz de gobernar con visión de futuro y de dirigir los asuntos públicos de manera efectiva. A menudo, se distingue de un político común por su capacidad de liderazgo. También es un “dictador” que ejecuta maniobras para doblegar a sus oponentes imponiendo la fortaleza de una de las potencias más grandes del mundo actual. Una dualidad que todavía no está muy clara.



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